A los niños les encantaba escaparse de la casa, bajar a la playa y ver cómo los aviones bombardeaban la ciudad. Era un espectáculo emocionante, con explosiones, humaredas y rugido de motores, y ellos eran demasiado pequeños como para entender cabalmente el drama que implicaban aquellas piruetas nazis, aquellos fuegos fatuos.
A Begoña le decían Begoña; a Dolores la llamaban Lolis, y a José, Chiqui. Tenían quince, diez y ocho años, respectivamente, y habían nacido en Las Arenas, una ciudad sobre el Cantábrico que está cerca de Bilbao, en el corazón del País Vasco. Para los hijos de Pepe Barquín, todo era un juego, como esconderse en cualquier sitio cuando venían los fascistas a caballo con aires amenazantes. La vida era bella.
Pepe estaba casado con María, trabajaba de contador y militaba en el nacionalismo vasco. Mayo de 1937 fue un hito para los Barquín y Lolis lo recuerda ahora con un cigarrito Virginia Slim entre los dedos. Estamos sentados en un bar de Pueyrredón y Santa Fe tomando una lágrima, y ella es una dama guapa y lúcida de 82 años que logra con su cinematográfico relato de fugas y peripecias borrar durante cuatro horas esta ciudad soleada y llena de pesadumbres argentinas.
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