domingo, 2 de agosto de 2009

El Moncada, la unidad y nosotros, hoy

El imperialismo yanqui, la burguesía dependiente latinoamericana y las “ortodoxias” socialistas mundiales del medio siglo XX, no podían imaginar qué se anunciaba aquella mañana carnavalera de Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953, con el frustrado asalto guerrillero al cuartel Moncada.

No podían visualizar hasta sus últimas consecuencias el preludio dramático con que se estaba gestando el primer Estado socialista de Latinoamérica, nacido de la combinación certera y heroica de un amplísimo movimiento insurreccional de masas -germinado entre el estudiantado y los trabajadores sindicalizados- y una acción guerrillera dispuesta a todos los sacrificios por la causa del pueblo, en medio de la descomposición total del régimen militar imperante.

Podían intuir, a lo sumo, un accionar “democrático-foquista” desesperado y suicida, sin proyecciones de riesgo para el sistema, con la única y fundamental intención de aniquilar la dura dictadura enseñoreada de Cuba hasta convertirla en menos de 20 años en un verdadero garito prostibulario del imperialismo.

Por cierto que derrocar al mediocre sargento y pseudo periodista Fulgencio Batista y su séquito de mafiosos, era la consigna estratégica que aglutinaba a muy buena parte de la población de la isla, incluidos sectores de lo que podía considerarse la burguesía nacional y capas medias de la sometida sociedad cubana. Incluso parte de la poderosísima burguesía yanqui que antes había respaldado a Batista, “simpatizaba” ahora con la causa popular isleña, aunque sin sospechar siquiera que se estaba en la antesala de transformaciones político-sociales tan pero tan profundas, que en poco tiempo contribuirían a modificar radicalmente el “status quo” de una “coexistencia pacífica” mundial que unos cuantos “ortodoxos” habían creído eterna.

El contexto político cubano en el que el Moncada contribuyó fuertemente al crecimiento de las condiciones subjetivas, revelaba una vertiginosa y contundente etapa de lucha frontal de clases, en la que el factor decisivo, como en todos los procesos revolucionarios conocidos, habría de ser de nuevo el grado de desarrollo de la unidad combativa alcanzado por el movimiento popular organizado y la profundidad de sus demandas.

Hoy, cuando merecidamente en el mundo entero se recuerda y conmemora la audaz acción “foquista” del Moncada, conviene recordar que es precisamente a partir de esta experiencia “frustrada” que las fuerzas militantes cubanas “de intención revolucionaria”, encaran decidida y conscientemente la reconstrucción de su propia estrategia revolucionaria, planteándose como objetivo ineludible la contribución al necesario entretejido de la unidad popular como aspecto clave de un rumbo de largo aliento, que se iría construyendo y reconstruyendo a sí mismo no precisamente en la discusión teórica entre grupos “especializados” o “cuadros”, sino en la práctica social-política concreta, entendida como cuestión de multitudes y que en sí misma potencia imbricaciones y combinaciones “químicas” que dan lugar a la participación activa, unitaria y unificadora de personas y conjuntos sociales para los que de hecho hasta entonces la lucha revolucionaria había estado ciertamente vedada.

Fue de este modo que el pueblo isleño organizado terminó siendo el auténtico hacedor de teoría revolucionaria (como diría unos años después Raúl Sendic- “(…) la mejor teoría revolucionaria es la que surge de las revoluciones hechas (…)”, incorporándole enseñanzas propias y “ajenas” y enriqueciéndola desde una praxis creativa y poco esquemática, que supo no caer ni en el “empirismo” pragmatista ni tampoco en el “teoricismo” infecundo característico de buena parte de la intelectualidad de izquierda del continente americano.

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No es nada antojadizo en vísperas del 56º aniversario del Moncada, tratar de reflexionar sobre las peripecias cubanas de aquellos tiempos, de manera espontánea e “interesadamente”. Es decir, desde esta diminuta y afligida comarca rioplatense que también logró “derrotar” a su modo, hace 25 años, una brutal dictadura cívico-militar, aunque no desmantelando el aparato represivo y encausando la lucha hacia objetivos revolucionarios, sino a duras penas volviéndose a las tramposas reglas de juego de una democracia burguesa otra vez triunfante, que durante una docena de años dejó en manos de los técnicos de la represión y la muerte, “el arte de gobernar”, para pulirse a sí misma doctrinariamente en las técnicas políticas del engaño de masas y en el renovado “arte” de la opresión camuflada, como seguimos apreciándolo desde los “bastiones” inoperantes de la izquierda llamada “radical”.

En estos tiempos de avances y aparentes fracasos de las mil y una variantes del progresismo onda “paz y amor”, no solamente no es caprichoso dejarse llevar por la asociación de ideas que vincula espontáneamente diversas experiencias históricas disociadas en el tiempo y el espacio, relativamente, como pueden serlo la experiencia cubana de la época de Batista y la nuestra, la uruguaya de la época del “proceso cívico-militar”, que bien miradas las cosas con ojos de horizonte revolucionario y perspectivas de un Uruguay libre de opresión e injusticia social, es una época que aún perdura.

No sólo no es caprichoso, sino que ayuda también a tratar de comprender desde un punto de vista materialista los por qué de la perseverancia y arraigo de corrientes desviadas de la senda revolucionaria pero aún muy fuertes, por más que la razón y los fundamentos históricos la contradigan a cada minuto; ayuda, en definitiva, a comprender también la responsabilidad política y moral de cada quien –y de cada “quienes”- en el abandono no ya de la intención revolucionaria, pero sí de la senda de la rectificación sin la que obligadamente la acción política y social es reproductora segura de frustraciones y renovadas alienaciones.

Nos tienta una visión algo extrapolizadora pero no del todo descabellada, que consiste en lo siguiente: el Moncada fue un fracaso muy relativo rápidamente superado, debido a que sin titubeos se corrigió el riesgoso rumbo de priorizar lo militar suplantando lo político y se tuvo el afortunado reflejo de visualizar el supuesto desarrollo que podría tener la lucha –o sea, la visión estratégica- considerándose que el accionar militar sería útil al proceso, solamente si éste tendía a desarrollarse y sintetizarse como auténtica insurrección de masas, como de alguna manera ya estaba planteado de hecho de manera incipiente debido a la enorme impopularidad de la dictadura, muy vendida al imperialismo, corrupta al por mayor y estimuladora de naturales sentimientos de odio y de voluntad de organizarse para luchar, entre otros factores tal vez más importantes, como una aguda situación de crisis económica y una vastísima pauperización popular sin atisbos de rectificación.

Esta referencia sin duda bien esquemática, contrasta con la experiencia uruguaya, en la que no solamente la acción armada iniciada antes del golpe de estado, fue alejándose de hecho de una perspectiva insurreccional -a la vez que, simultáneamente, y desde otras corrientes, crecían las expectativas del planteo de profundizar la vía democrática-, sino que en realidad el ensayo militar, “exitoso” en lo inmediato, acumulaba razones para una segura derrota precisamente en ese plano, que inevitablemente repercutiría en los demás planos de la lucha popular, como efectivamente ocurrió, yéndose, más allá de intencionalidades, a un verdadero callejón político sin salida. Es decir, el rudimento de guerrilla oriental, una vez superada a medias la etapa de construcción del “aparato mínimo necesario”, prosiguió su vuelo “libre” sin estruendosos fracasos y en una sintonía creciente de triunfalismo que contribuyó a limitar hasta la parálisis, casi, la necesaria capacidad de introspección crítico-autocrítica esperable de cualquier fuerza política que pretenda alcanzar metas de ruptura plena con lo instituido en el marco de una lucha propiamente popular de signo revolucionario.

El planteo de “profundización de la democracia”, por su parte, también careció de espíritu autocrítico y de capacidad de rectificación suficiente como para entenderse que en los hechos se estaba ya en un proceso de autoritarismo burgués in crescendo, que por fuerza anulaba cualquier posibilidad de desarrollar la tésis “democrática”, más allá de argumentaciones filosófico-ideológicas que pierden razón de ser cuando “discuten” con la realidad. Ambas concepciones pecaron de puro idealismo y aunque las dos se deshacían en llamados a la “violencia popular organizada” a la hora de resistir la dictadura, la “foquista” (por llamarle de algún modo, aunque el asunto es más complejo) estaba ya derrotada el 27 de junio de 1973 y sin ningún arraigo en el seno del pueblo, y la otra, la que sostenía que a las armas sólo debía recurrirse en caso de golpe de estado o cuando hubieren madurado la conciencia popular revolucionaria y las “condiciones objetivas”, tampoco estuvo presente cuando los obreros ocupaban los centros de trabajo masivamente y el estudiantado se jugaba en las calles tratando de detener al golpismo desembozado “con uñas y dientes”, pero sin organización ni armas.

Aquí se dicen cosas no muy fundadas y otras “de Perogrullo”, todas opinables y muy discutibles, por cierto. Pero hablando en buen romance, a 56 años del fallido asalto al Moncada y, por tomar un acontecimiento comparable para nosotros, a 40 de Pando, lo destacable no es el hecho de que los “campeones” cubanos ya estén en el socialismo hace un buen rato y nosotros hasta los tuétanos metidos en el capitalismo, sino el grandioso contraste entre esa realidad cubana y una realidad uruguaya que nos muestra todavía, 25 años después del regreso de los milicos a los cuarteles a la orden del sistema, un movimiento popular escandalosamente segmentado, dividido, polarizado, incapaz de descubrir ámbitos al menos de lucha de ideas conciente, y, encima, con las fuerzas militantes “de intención revolucionaria” que todavía pretenden discutir todo antes de dar pasos hacia la unificación real aunque más no sea en su propio y limitado espacio desde el que aun es inimaginable un panorama de irradiación popular de las ideas y las iniciativas revolucionarias.

Ni qué dudar que detrás de todo esto, está la cuestión de que la revolución es internacional en sus contenidos, aunque nacional en sus formas. Y para algunos bastaría repetirlo (hablar de las particularidades objetivo-subjetivas específicas, etc., etc., hasta de las “idiosincrasias” de cada pueblo, etc., etc.; de las condiciones concretas, etc., etc.) para que todo se explicara automáticamente. Sin embargo, hay aspectos que hacen a lo ideológico, fundamentalmente, cuya incidencia gravitante lo es en cualquier escenario espacio-temporal y cuyos alcances no se limitan al terreno de la intención revolucionaria, sino que abarcan también a los individuos y los conjuntos sociales en los que la intención es más bien contrarevolucionaria. Uno de ellos es el de la cohesión espiritual-física, el de las expresiones colectivas de compenetración de necesidades e ideales; en fin, aquello tan perogrullesco, tan elemental y tan trascendental, de que “la unión hace la fuerza”, …"los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera, tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera"…, y podríamos seguir con citas más sustanciosas y no tan literarias.

Ya no se puede seguir haciendo de gallinita ciega. Los cubanos también lo vivieron, ni qué dudarlo: también pasaron por el discusionismo estéril, el sectarismo mezquino, los jefes que no son líderes genuinos, el caudillismo barato, el grupismo, el fetichismo de las “herramientas” propias, pero vencieron todo eso más que con “intención revolucionaria”, con “voluntad revolucionaria”. Que es lo mismo que decir con fuerza de carácter como para combatir abiertamente todas las tendencias divisionistas de raíz; o sea, siendo radicales con nosotros mismos.

Capaz que la mitad de esta nota es medio al cuete, para terminar diciéndose lo que se dice. Capaz. Pero capaz también que esta es la manera de empezar a armarnos de carácter, de voluntad, como para ponerle fin a la fragmentación divisionista por lo menos entre quienes amanecemos y nos acostamos haciendo gárgaras con la necesidad de la unificación y en la cortita tropezamos recurrentemente con conductas que de hecho no aportan a la revolución y sí a un “status quó” de “coexistencia pacífica” no acordado con los burgueses y el capitalismo, mientras escribimos y organizamos apologías al asalto del cuartel Moncada y la gloriosa revolución cubana.

O sea, a una revolución que nació de la unidad popular revolucionaria, de la unificación férrea y militante entre gente humilde y sufrida, de las cuales eran una ínfima minoría los que tenían “intención revolucionaria” y sin embargo fueron adquiriendo la voluntad revolucionaria a través del ejemplo palpable y generoso de aquellos que enseñaban que la voluntad se hace práctica revolucionaria al vencer primero que nada el pequeño-gran enemigo del individualismo y los excesos del necesario “amor propio” que juega en contra cuando el ser social baja la guardia y es más celoso de lo particular donde está “cómodo” que de lo general donde aprendemos una hermandad en la que, no lo dudemos, también hay lucha de ideas, pero para avanzar y no para quedarnos custodiando las dos baldosas meadas de nuestras “verdades” e intereses chiquitos.

Capaz también que otra nota interesante sería la de indagar acerca de la unidad hoy en el pueblo cubano. La unidad en este tal vez larguísimo lapso de trituración definitiva del capitalismo y de abolición aplastante de la sociedad dividida en clases, de ejercicio del poder en la contradictoria tarea de prescindir del él y hasta de las relaciones políticas rigiendo la vida social, ejerciéndolo.

Imposible hacerlo desde aquí, naturalmente. Por lo que bien vale, aunque más no sea, el ferviente deseo de que esa voluntad revolucionaria no se haya agotado y que ese mismo pueblo unido –que es otro pueblo- sostenga encendida con humilde orgullo y valentía proletaria la llama sagrada de la pasión y el amor revolucionarios, y que, “(…) sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo (…)”, por ser ésta “(…) la cualidad más linda de un revolucionario”, como quería el querido hermano y compañero Ernesto Ché Guevara.

Gabriel Carbajales ("Nueva Tribuna", Montevideo)

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