Uno no va al Tantanakuy: uno está en Tantanakuy, o en todo caso –si nos ponemos trillados– lo siente, porque nadie en Humahuaca considera este encuentro que anualmente organiza Jaime Torres desde 1975 como un evento, sino como una situación, un estado, la manera de vivir de una ciudad durante cinco días. Aquí, en este rincón del mundo en el que uno se ahoga atándose los cordones (culpa de los 3.000 metros de altura que le impedían la comba a Passarella), donde todo es tierra, piedra y barro (en la calle cuando llueve, en las casas a modo de paredes), donde se venden CD copiados con versiones andinas de “Careless Whisper” para turistas con mal gusto pero también uno puede caerse de traste en cualquier comedero escondido con un folclorista parado en las antípodas de Luciano Pereyra, todo se tiñe de Tantanakuy ni bien se da inicio a la reunión con el homenaje a la Pachamama. Allí todos cantan, festejan, ofrendan, se marcan con talco, beben y dan rienda suelta al espíritu de la semana que vendrá: un clima de total camaradería entre músicos, organizadores, periodistas y habitantes que despoja al encuentro de la formalidad que caracteriza a los festivales tradicionales.
Crítica-11/2-Leer
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