Decía que de sus obras quería especialmente una “novelita” –el diminutivo le pertenece– que había publicado entre La novela de Perón y Santa Evita, para limpiar el paladar de personajes tan grandes. La mano del amo, la tituló, y está al alcance de quien quiera leerla. La última vez que nos vimos, hace poco más de una semana, me gustó darle la razón: también yo prefiero La mano del amo, el mito sobre el que fundó su punto de vista sobre la vida y la literatura: “A Madre, para que no vuelva / a quemar lo que escribo”. Hablamos precisamente de ella, de su madre –que a su modo extraño siempre había estado pendiente de lo que él escribía–, y de su padre, menos interesado en sus libros (según su relato) que en su afecto.
Detrás de esas menciones solía colarse toda una constelación de personajes tucumanos, como el tío tartamudo que lo llevaba a ver el fútbol y gritaba los goles con una demora que provocaba las burlas de la hinchada. Durante la comida –alrededor de la mesa estaban su hijo Gonzalo y su primo Oscar–, le avisaron que su hermano había llamado preguntando si podía pasar a verlo. “¡Cómo no va a poder pasar, si es mi hermano!”, contestó. Sentí que le había dado a la palabra “hermano” una extraña densidad.
Susana Viau - Crítica - 2/2 - Leer
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