En términos históricos, Argentina ha vivido las últimas décadas en un bucle bastante permanente con momentos de enorme dispendiosidad y otros de formidable quiebre de expectativas e ingresos.
El colapso de 2001, sin embargo, permitió visualizar lo que se estaba incubando; un nuevo momento económico totalmente opuesto al experimentado entonces, con el goteo irritante de dinero bancarizado por Cavallo y Menem.
Se habló entonces de quiebre del país, de riesgo de su disolución económica y política, pero era el momento en que una nueva camada de productores rurales que habían unido gozosamente su destino empresario con la neocolonización monsantiana, ingresando técnicas de ingeniería genética para la producción de plantas (y animales; recordemos el episodio de Azul, con dos jóvenes trabajadores muertos, 1987), empezaban a recoger formidables ingresos por la soja transgénica (cuya producción se había iniciado, tímidamente, en 1996).
Gracias a las exportaciones de soja, Argentina experimentó ocho años consecutivos de crecimiento económico. Un colectivo de madres del barrio de la ciudad de Córdoba consiguió mostrar al país las nefastas consecuencias para la salud que traía aparejado ese modelo.
Sofía Gática comenzó a darse cuenta de que algo iba mal en Ituzaingó Anexo, un barrio obrero de la ciudad de Córdoba, rodeado de plantaciones de soja y fábricas contaminantes. Pañuelos blancos en la cabeza de las mujeres, niños con mascarillas, bebés con malformaciones... Algo les estaba enfermando. Su propia hija había muerto al nacer por una rara malformación en el riñón.
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