Por estas horas todos hablan de la tormenta que asoló la Capital Federal, el Gran Buenos Aires, y especialmente a la ciudad de La Plata, con un saldo elevado de 50 muertes evitables y miles de afectados con secuelas aún no evaluadas, no solo económicas, sino humanas, de salud, e incluso culturales.
Lo mejor provino de la solidaridad social. Lo peor de la imprevisión pública ante situaciones de catástrofes.
Por muchas razones, entre otras el cambio climático, resulta recurrente que se presenten situaciones catastróficas, no solo en Argentina, sino en el mundo.
Un imperativo de la época es analizar las consecuencias del cambio climático y prevenirlas y más aún, combatirlas.
Eso nos lleva al modelo productivo hegemónico a escala mundial que degrada a la naturaleza, que la agrede en múltiples formas, con monocultivos, e industrialización acompañada de organismos genéticamente modificados, todo con el afán del crecimiento para satisfacer objetivos de lucro empresario, más que en atender necesidades alimentarias de la población.
Es por ello que buena parte de la producción del agro se utiliza para producir energía. Así, la energía disputa con la alimentación la utilización de la producción agraria. Es una mayor producción disputada para alimentar personas o máquinas. La consecuencia sobre la naturaleza es gravosa, afectando el metabolismo natural y la huella ecológica, con lo que se consume más naturaleza que la que se puede auto reproducir.
Pero esa rentabilidad acrecida es también utilizada en el negocio inmobiliario con fines especulativos, sin planificación del hábitat para el vivir bien de la población en su conjunto. El proceso de urbanización resulta de la aplicación de ganancias al negocio de la construcción, más como resguardo de inversión que para satisfacer la necesidad de techo de una población cercana a los 5 millones de personas. Lo curioso es que existen tantas construcciones vacías, producto de la valorización inmobiliaria, como demandantes de vivienda propia sin posibilidad de acceso. En rigor, no solo ladrillos, sino que también se orientan las inversiones hacia el parque automotor que inunda de hormigón el espacio público.
Las inundaciones y sus consecuencias sociales son adjudicadas a la naturaleza, y es cierto, pero convengamos también que esa naturaleza está condicionada por el tipo de modelo productivo y de desarrollo en curso.
Como siempre el interrogante es ¿qué hacer? Obvio que la mirada se asienta sobre el Estado, en tanto sujeto que establece las normas de funcionamiento de la sociedad.
Algunos se sorprenden por la crítica de los afectados por las inundaciones a los gobernantes, sin reparar en la sensación de abandono que sienten los perjudicados directos. Estos dirigen la bronca hacia la ausencia del Estado, sus funcionarios o representantes, en el lugar de los hechos, aún cuando se ven escasos contingentes de ayuda municipal, provincial o nacional, con efectivos de policía, ejército o gendarmería.
No alcanza lo que hay. Hace falta planificar con antelación la disposición de recursos financieros y personal para atender la logística ante catástrofes, algo inexistente en la Argentina.
Es que el Estado no tiene como principal función satisfacer este tipo de demandas sociales, sino que es una institución para resguardar el orden capitalista, especialmente reformado en la década del 90´ para atender las necesidades del capital más concentrado. Los cambios operados en materia de intervención estatal en los últimos años no atacan el núcleo duro de la regresiva reestructuración del decenio pasado.
A modo de ejemplo podemos anotar que en el mismo momento que se evaluaban los daños por la inundación, se disponía de más de 3.300 millones de dólares de las reservas internacionales para cancelar deuda con los organismos internacionales. Las cancelaciones de deuda pública constituyen el gasto más importante del país, por encima de la contribución presupuestal a la salud y a la educación, y prácticamente nada a la prevención ante catástrofes como la ocurrida.
Duele la comparación con países como Cuba, acostumbrada a tifones y huracanes con las consabidas consecuencias sobre bienes físicos, pero con un detallado programa para salvaguardar la vida. Es un logro planificado por años, que en nuestro país no existe.
Es hora de discutir el privilegio del gasto público. Se puede estudiar cómo actúan otras sociedades y aplicar esas conclusiones para que él “nunca más”, no solo remita a procesos dictatoriales, sino que exprese nuevas funciones del Estado, en todos los ámbitos, para privilegiar el vivir bien de toda la población, antepuesto al objetivo de la ganancia, la acumulación y la dominación capitalista.
Otro crimen social más y van…
(Eduardo Grüner)
1.
Otra vez. No terminamos de procesar lo de Once, y siguen los muertos. A esta altura ya es una perogrullada decir que –si bien todos los muertos son indignantes porque son todos igualmente víctimas de la perversión del sistema- son siempre los trabajadores, los pobres, los sectores marginados y excluidos los que sufren las peores consecuencias: no solo porque son más vulnerables y están más desprotegidos por las deficiencias edilicias, la escasez de infraestructura o la precariedad (cuando no directa inexistencia) de sus servicios asistenciales; también por su carencia de recursos simbólicos, de acceso a la opinión pública, de organización social, en fin, por el hundimiento en aquello que clásicamente Oscar Lewis llamaba cultura de la pobreza . Una “cultura” que se ha terminado transformando en una verdadera “segunda naturaleza”, que les impide hacer frente adecuadamente a la “primera”, cuando esta se derrumba sobre sus cabezas, y que ninguna AUH alcanzará, y cada vez menos, a paliar. Es una consecuencia perfectamente lógicadel capitalismo, desde ya: el capitalismo no es únicamente un modo de producción extractor de plusvalía, sino –como efecto multiplicado de su “base económica”- un sistema sociometabólico (como lo llama Istvan Meszarós) que afecta a la totalidad de la vida de todos los que vivimos atrapados en sus mallas, pero de manera especialmente dramática a los “humillados y ofendidos” por necesidad del sistema: desde el deterioro de las condiciones de vivienda hasta la caóticamente desigual distribución del espacio urbano, desde la peligrosidad de las redes de transporte a la sobrecontaminación del aire o la superpolución sonora, y por supuesto la insuficiencia de elementales defensas eficaces contra las inundaciones y otras catástrofes “climáticas”, los efectos de un sistema en el cual –como decía el Marx de los Grundrisse – “el hombre es apenas un medio , y el fin es la reproducción de la ganancia”, se hacen sentir de manera trágica sobre aquellos hombres y mujeres que son másmedios que otros. Si hay capitalismo, no hay “catástrofes naturales”: los desastres meteorológicos también son una materia prima y un escenario de la lucha de clases. Siempre hay que estar repitiendo estas generalidades, porque siempre corren el riesgo de quedar desplazadas de la vista por las disquisiciones ad infinitum o las discusiones bizantinas (con todo el debido respeto a la exquisita cultura bizantina) a propósito de quien / es detenta / n las responsabilidades particulares e inmediatas. Pero, atención: al mismo tiempo hay que saber que, en sí mismas, son generalidades que corren su propio riesgo, inverso al anterior: el de transformarse en abstracciones verdaderas, sí, pero que terminen diluyendo en la generalización las responsabilidades particulares e inmediatas, que efectivamente existen. Las sociedades capitalistas no son todas iguales: Amsterdam, por caso, es una ciudad virtualmente construida sobre el agua, y donde llueve mucho; nunca se ha sabido que un día de precipitaciones pluviales excesivas causara medio centenar de muertos. Aquí no se trata de postular las ventajas de un mundo “primero” sobre otro “tercero”, mucho menos de afirmar que hay capitalismos “mejores” que otros –después de todo, un país de imperfectísimo “socialismo” y de desarrollo económico y tecnológico incomparablemente menor no digamos ya a Holanda, sino a la Argentina, como Cuba, ha podido capear con menos pérdidas humanas temporales y huracanes mucho peores que las lluvias de Buenos Aires o La Plata: simplemente, les importa un poco más eso que se llama “la gente”-. Pero sí se trata de decir que, si todocapitalismo es por definición “salvaje”, en el nuestro el salvajismo descontrolado de las complicidades entre las clases dominantes, el Estado y los cómicamente denominados “representantes” del pueblo y de la clase política transforma a esa entente (lo supimos siempre, lo supimos de nuevo hace poquito por Once, lo seguimos sabiendo hoy mismo) en una horda “objetivamente” –y a veces muy subjetivamente- embarcada en la siniestra serialidad de los “crímenes sociales”.
Hay un nuevo modo de vida basado en la comercialización, la propiedad, la especulación, el automóvil, y esto trae un aumento de la desigualdad
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