lunes, 18 de agosto de 2008

La Argentina que hay que cambiar, urgente

NPH

7 de agosto
11/08/08

Por Miguel A. Semán

(APe).- Vino el día de San Cayetano y me contó su última pena. Hace ya unos años que lo conozco. Tiene veintitantos y siempre anduvo arriba del carro juntando las sobras de un mundo que le da la espalda. Durante estos años a Sergio le pasaron muchas cosas. Demasiadas. Todas marcadas con crucecitas negras sobre la piel de la vida y una sola, entre tanta desgracia, iluminada con un sol tibio y desnudo: el nacimiento de su hija.

Él solo, y ese caballo flaco, cargan con las infinitas miserias de las mil y una noches argentinas. Las borracheras del padre, la guerra de los hermanos con el paco, la deserción temprana de la madre y su propia batalla contra las ganas de enterrarse en el olvido.

Hace pocos meses se le mató el cuñado. En voz baja me dijo que se había ahorcado en una casilla de chapa, en una calle de tierra de un barrio de Ezeiza. Su hermana se quedó con siete pibes y la locura. A él lo desesperaba el hambre que iba a venir a posarse sobre el hambre que ya tenían.

Sergio le puso el pecho y el carro. El sobrino mayor, de ocho años, lo acompañó en sus travesías callejeras. Otra tarde tocó el timbre de casa. Traía la mirada sitiada por el espanto. Su hermana no había aguantado más y se había cortado las venas. Hablaba en voz baja, como si quisiera engañar a la muerte para que pasara distraída, por un costado, y los dejara tranquilos por un tiempo.

Siguió adelante, con los siete de su hermana y con su hija. Él solo, y ese caballo resignado a cinchar con todas las tristezas que le pusieran encima. Pero esta última no sé, no sé qué van a hacer con ella. El 7 de agosto me contó que su hijita de dos años se enfermó de los pulmones y está grave, está internada, escupe mucha sangre y mocos.

Sangre y mocos, repetía asustado como si yo tuviera alguna explicación para esas cosas.

Por primera vez en todos estos años lo vi llorar.

Hablamos un poco y se fue con sus lágrimas y con el miedo de perder el único sol que le regaló la vida. Yo me quedé pensando en él y me acordé del día, San Cayetano, ese santo al que los argentinos, a fuerza de desesperación, en medio de la crisis del 30, convertimos en patrono del pan y del trabajo.

Me acordé de eso y pensé que no era una mala tarde para rezar. No tengo demasiada fe pero tampoco creo en los ateos en estado puro. Así que recé, sin saber muy bien a qué lugar del infinito irían a parar mis plegarias. Pedí por la hija de Sergio, por Sergio y por todos los que la pasan mal y tienen hambre, están enfermos, abandonados y sienten frío. Y rogué para que esa plegaria tan pobre se juntara con las de todos los pobres que ese día también imploraron por otras razones y con más o menos convicción que yo. Dicen que cuando por lo menos dos se unen para orar en su nombre, Dios acude a la cita.

Después, alguien me informó que me había equivocado de santo. Debí haberle pedido a San Expedito, el encargado de las causas urgentes. No importa, creo que vengan de donde vengan y vayan hacia donde vayan, todas las plegarias son la misma y única plegaria. Una oración incesante que crece y decrece, como la marea, y que, en su murmullo de río sin fin ni principio, nos arrastra a todos, creyentes o no, culpables o inocentes.

Cuando le pregunté cómo se había enfermado su hija, Sergio me miró angustiado y con culpa: Habrá sido el frío, me dijo, y en su mirada, en ese momento, la culpa se juntó con la inocencia.

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