lunes, 24 de noviembre de 2008

Larroqueños en una rueda de mate

Reflexiones con miras al Centenario

Daniel Tirso Fiorotto

Empezamos la cuenta regresiva, los larroqueños, con los ojos puestos en una torta gigante para todos coronada con cien velitas.

Torta que bien podría animar con los festejos una reflexión, un debate fraterno siempre necesario sobre el porvenir.

No “coronada”, claro, cuando Larroque ha estado siempre del lado de las autonomías y la república y la descentralización, sea con José Artigas en el choque navideño del arroyo Ceballos para deshonra de porteños agentados, o antes en la resistencia al colonialismo expresada en el Éxodo Oriental, la “Redota”; sea con el propio Alberto Larroque, maestro de maestros, que bien supo ironizar alcurnias (“la única nobleza que deseo es la del corazón”) y combatir arbitrariedades.

O sí coronada, la torta del siglo, como coronado se florea el cardenal, toda una divisa del pago chico. Y un símbolo porque con el retroceso del monte nativo retrocede el cardenal, paroaria coronata, y con esa reculada del copete rojo reculan el federalismo que es rojo y la república y la distribución de la riqueza, y reculan la igualdad y el desarrollo sustentable, todo sintetizado en el rojo de la banda roja que flamea en las manos de nuestros gurises.

Para todos, la torta, y eso incluye a los famosos y a los anónimos pero más a los anónimos que son mayoría y humildes y en Larroque se llaman zorros, diablos y palitos, y a cuyo servicio debemos ponernos, según aquel mandato siempre vigente.

El mandato, ¿no? Es que si tuviéramos que explicarnos, ante el mundo, diríamos que por este suelo cabalga el espíritu del libertador José Artigas, jefe codo a codo, con techo de paja nomás como sus pares indios y gauchos y negros, en sintonía con nuestra consigna predilecta: que los más infelices sean los más privilegiados.

Entonces, si Larroque alguna vez se pintó de Artigas, y esa mano sabemos que no se lava así como así, habrá que reconocer que la independencia, la república, el federalismo, la dignidad, la equidad, el reparto de la tierra y de las oportunidades y el respeto a las naciones y el “naide es más que naide”, todo vivo en la “diagonal que sangra”, todo eso está en el alma del pueblo, a pesar de las conspiraciones de una historia macaneadora, y está desde mucho antes que 1909, claro está.

Y todo en esa urdimbre con distintas fibras que es el pueblo mismo, cada fibra con lo suyo, porque los larroqueños guardamos al charrúa y al chaná y al guaraní; al libre de Guinea, del Congo, de Angola, esclavo acá con Zúñiga y después libertario con las montoneras, carne de cañón. Guardamos, sí, a los humillados que otros llamaron “barbarie” para nuestra honra. Y así guardamos un criollo, canario, libanés, sirio, lituano, ruso, danés, español, alemán, vasco, italiano, holandés, polaco, brasileño; un suizo, yugoslavo, francés, paraguayo, en fin.

Arrastrado en la erre

Días atrás nos decía, don De Arma, de los maragatos y sí: los larroqueños somos orientales, maragatos, bellamente orilleros sin río, clavados al extremo sur de las Lomadas Grandes que si las caminamos nos llevan, no sé, a San Jaime de la Frontera; aprovechándonos, abajo, del antiguo lecho sepultado del río Uruguay de cuando el Uruguay y el Paraná quizá fueran uno, y aprovechándonos, arriba, del Gualeguay para las tarariras.

Pueblo gaucho y gringo, Larroque, como bien comprobamos en la vereda con cada saludo. Arrastrado en la erre, angurriento con la ese, dijo… Habría que estudiar cuánto marcó el canario el habla aquí, si, si, no, no, si, si, ¿noherto?

Aunque los libros en general lo tergiversen porque así es la historia convencional argentina, demasiado blanca para ser verdad; pueblo gaucho y gringo, decíamos, de greda en el suelo como en la piel, se expresa enteramente indio y americano antes que nada en la espuma de un mate.

Nuestros mayores sabían hace mil y cien años que en una rueda de mate no se miente, y nosotros todavía honramos, a veces, esa herencia sin par. Y honramos el alimento americano por excelencia, en la Fiesta del Choclo.

Si entre mate y mate no nos es permitido mentir, porque una yerbeada convoca a los antepasados, digamos pues qué lindo ese día en que todos podamos sembrar maíz con patente nuestra en nuestro suelo común, por eso de las oportunidades (antes para el plato que para el puerto), oportunidades tan abundosas hoy a los extraños como nulas a los nadie.

Larroque enarbola sus emblemas más genuinos, el mate, la banda roja, el maíz, y no sabemos si en esta generación o en las que vienen (uno nunca sabe), esos símbolos empezarán a recobrar el significado profundo que por ahí permanece opacado, desteñido, como asustado quizá ante la embestida de tanto ruido y consumo y exitismo y libre mercado y farándula, porquerías en suma.

De Lonardi a Zapata

Por su carrera honesta y valiente, su voz de milonga, su poesía, Larroque es tremendamente Lonardi, y en sus misterios insondables y sus interrogantes y sus luchas ninguneadas se muestra hondamente Sanduende. Mucho digno deschalador Saavedra oculta en sus venas un orgulloso antepasado Tacuaré; mucho tropero Núñez un guerrero independentista de Bartolo Zapata, como mucho agricultor Ronconi un Espartaco. Para el que sabe ver, todo a la vista.

Es claro que hacia el Centenario de poco vale enumerar miserias, que las debe de haber, pero qué lindo si Larroque, así como hoy separa los residuos y está logrando que desaparezca “basura” del diccionario, colocando cada cosa en su lugar; que lindo si así tratara sus valores más preciados en la naturaleza, en la cultura, en las distintas familias que andaban por acá y que el ferrocarril trajo al encuentro, cien años hace.

Lástima: apenas empezamos a hablar de nuestro pueblo y se acaba el papel. Nada hemos dicho del fútbol, del pollo, del piquete agrario. De los chamameceros, de Luz Verde. Del gringo avispado, del criollo cachador como el charrúa, del boliche gregario. Del ancho acceso Urquiza, de la ausente (por ahora) avenida Vaimaca.

Sólo elegimos rapidito lo diverso a lo uniforme, el silencio al petardo, como gustan Juanele al sur, Yupanqui al norte; y en este retacito panzaverde ese maestro Faustino que le hacía pie a los alumnos para montar el zainito aquí, el alazán allá; como gusta esa mucha mujer que no dice gre gre, dice Gregorio, y abre su capital, su casa, su corazón al pueblo. Un fogón galponero, una guitarra decidora, una rueda de mate sin candado en La Tera*, ¿Larroque, dijo?

*La escritora larroqueña María Esther de Miguel donó su hermosa finca La Tera al pueblo de Larroque.

Publicado en El Argentino de Gualeguaychú


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