jueves, 24 de julio de 2008

LEYENDAS DEL SER NATIVO LITORALEÑO SUDAMERICANO

Gonzalo Abella - R.O.del Uruguay

Oyendau

Versión minúscula de Leyendas de nuestros pueblos originarios

Cada historia contada en el fogón de todos tenía un mensaje, compartía una información y ponía a aletear un sentimiento.
Los ancianos sabios cambiaban a veces un detalle o dos: quizás para que los demás la comprendieran o la disfrutaran mejor, o quizás porque su memoria se confundía u olvidaba algo, o porque en sueños supieron que ese algo debía cambiarse.
Muchos de ustedes conocerán otras versiones de estas mismas leyendas. Es bueno que esas otras versione tampoco se pierdan.
Por mi parte como las recibí las entrego, haciendo un esfuerzo por abreviar ese estilo mágico y pausado del fogón, para que se conserve para más personas al menos lo más esencial.
Si la antorcha tiene menos fuego es porque demoré demasiado en transferirla y mis brazos no supieron cuidarla como merecían. Hice lo que pude.

La luna, la nube y la yerbamate

En la selva húmeda subtropical, en los comienzos de los tiempos, pasó algo extraordinario. Cierta noche la Luna y la Nube tomaron forma de muchachas y salieron a caminar entre la tupida vegetación.
Un feroz jaguareté les salió al paso antes de que las muchachas pudieran volver a su forma verdadera.
Entonces un grupo de guaraníes se interpuso y ahuyentó al enojado animal.
La Luna y la Nube volvieron al Cielo y pensaron cómo agradecer a aquellos seres humanos.
Al día siguiente los guaraníes despertaron y encontraron entre las plantas ya conocidas una nueva: el yvyra ka’á, el arbusto de la yerba mate. Y muy pronto aprendieron a saborear el amargo, restaurador y medicinal té de sus hojas.
Hasta hoy la yerbamate tiene una protección especial que viene del Cielo. La Luna con sus fases rige los tiempos de siembra y cosecha, y la Nube brinda el agua necesaria para que la yerbamate crezca.
Esto ocurrió quizás hace diez mil años, y hace al menos cuatro mil que los sabios pueblos de la floresta comparten este tesoro con los pueblos de las praderas y las pampas. Los pueblos beben la yerbamate compartiendo el recipiente, en ruedas de intercambio con las fuerzas del Cielo y de contacto con los espíritus guardianes sembrados en la tierra.
Porque el yvyrá-ka’a no sólo nos acerca al Cielo. Hunde además sus raíces entre el polvo de la memoria de lo abuelos que ya murieron y están sembrados en el mismo suelo. Esa sabiduría dormida se despierta en el momento de la bebida ritual, gracias al agua que se vierte sobre la yerba. Porque el agua que se vierte, que también vino de la Nube pero hace mucho más tiempo, es fuente de vida y despertadora de la memoria.

La Tierra Sin Mal

Los pueblos de la selva húmeda viven entre prodigios maravillosos que les entrega la Naturaleza cada día. Pero para cuidar la Naturaleza deben cuidar la bondad del alma, y el alma de cada uno depende del alma de todos. Por eso a veces deben caminar juntos; caminar largos días, siempre hacia la salida del Sol. Deben caminar para compartir las alegrías del viaje y las dificultades que aparezcan. Juntos salen, cada cierto tiempo, y juntos buscan la Tierra Sin Mal, que está en ellos mismos cuando vuelven transformados. Vuelven más unidos aún y con el calor del abrazo de pueblos diferentes pero hermanos, pueblos que encontraron y con los cuales compartieron alimento, descanso y siembras rituales.
Y caminando llegan al Océano, al que llamaron el Río Sin la Otra Orilla. Pudo ser y fue, por ejemplo, en las costas de Rocha, mil o dos mil años atrás.
Allí llegan, cansados pero felices. Los vemos.
Siempre se asombran de las olas, pues ven en ella la fuerza de los espíritus guardianes de la playa.Por eso piden a los pueblos de esa región que los ayuden a tranquilizar a los espíritus desagua y a ofrendarlos.
Juntos construyen elevaciones en cuyo seno están enterrados los abuelos queridos que poblaban estas costas y también algunos de los que murieron en la selva y cuyos huesos fueron trasladados en grandes vasijas decoradas con el mayor cariño. Sobre todos los huesos sembrados, que unen en la memoria a pueblos diferentes, siembran el maíz que no consumirán pues deben volver a sus lejanas aldeas. Ellos consumieron el maíz que sembraron otros que llegaron antes, y entonces devuelven a la tierra acumulada por sus brazos las semillas que alimentarán a futuros viajeros peregrinos. Los abuelos dormidos cuidan desde su sueño el maíz que va creciendo lentamente entre un viaje y el siguiente.
Cuando vuelvan a la selva llevarán en sus ojos un recuerdo de incendios mágicos. Recordarán sin duda como el momento más emocionante del viaje aquel amanecer primero de su llegada, cuando las estrellas palidecieron y el vientre del Río Sin la Otra Orilla apareció con la curvatura de su embarazo, preñado de Sol. Después fueron los rosados colores del parto y el Sol gigantesco y perezoso comenzó su lento viaje hacia arriba y por la diagonal sagrada de las palmeras sembradas. Pasó energetizando el maíz, en viaje que seguirá hacia la selva y la atravesará de lado a lado para reposar nuevamente entre rojos y oros en el otro Fin del Mundo conocido, el País de las Lejanas Montañas.


Mainumby

Picaflor, le llaman en Europa. Colibrí le llamaron los pueblos originarios del Sur de Brasil y de la Banda Oriental. Pero los guaraníes le pusieron un nombre diferente, un nombre que este pajarito se ganó con su propio esfuerzo.
Ocurrió en otro comienzo de los tiempos, antes de la yerbamate, porque todo tiene muchos comienzos y ningún final. Nuestro Padre Primero u Nuestra Madre Primera se habían acostado para soñar juntos y de ese sueño común nació la selva. Pero olvidaron ponerle colores. Todo era azul y verde, lo que en guaraní se encierra en una sola palabra, hovy, que designa tanto el Todo de Arriba (lo que llamamos azul) como el Todo de Abajo (que nosotros llamamos verde).
El espíritu Mainú se ofreció a pintar la selva. Eligió como compañero de viaje a este pájaro tan pequeño porque sabía que esta avecita tenía una magia especial. En efecto: sus colores luminosos cambiaban sobre su cuerpo según como les diera la luz, y además podía quedar suspendida en el aire, como flotando, mientras sus alas en movimiento se hacían invisibles.
Y el pajarito además tenía su delicado pincel libador de las mieles del monte.
Tras el vuelo de Mainú y su compañero alado la selva se llenó de colores. Desde entonces al colibrí - picaflor los guaraníes le llaman Mainumby, o sea, el que llevó al espíritu Mainú por la floresta. El Mainumby sigue libando las mieles y llevando el polen de unas flores a otras, las que lo esperan para engendrar las semillas. Gracias al vuelo del mainumby los colores renacen cada año.
El dios Mainú lo dejó entre nosotros porque él debió regresar y encargarse de encender los colores del Cielo cada amanecer. Hasta ahora, en verdad, nunca se ha olvidado de hacerlo, aunque la Nube a veces lo tape o le pida prestados sus colores.

Lai detí

El muchacho charrúa caminaba esperando las lluvias. Su novia le había pedido que volviera con un arco iris, y él no sabía cómo alcanzarlo. ¡El arco iris! Días atrás lo había visto en el cielo y corrió tras él, pero el arco iris siempre aparecía igualmente distante, inalcanzable. Después acampó en el monte y tuvo un sueño. En él un querido anciano, que faltaba hacía mucho tiempo de entre los suyos, le había dicho que no corriera, que no era así que alcanzaría el arco iris. Pero no le explicó cómo hacerlo.
Sin embargo el sueño le dio mucha paz. Ahora caminaba y había tomado una determinación. La lluvia lo bañó mansamente y él siguió andando. Cuando el Sol quiso finalmente sonreír, el muchacho buscó en su cintura las tres piedras arrojadizas unidas por la larga soga trenzada. Era una boleadora “detí” (de tres).
Tal como había previsto, un luminoso arco iris asomó en el Cielo. Las tres “lai-guat” silbaron danzando sobre su cabeza, al compás del movimiento rítmico de su enérgico brazo. Después el muchacho estiró el brazo hacia el Cielo, soltó la soga, y las piedras volaron en busca de su presa multicolor.
Y de pronto el muchacho se volvió estatua de piedra. La comunidad donde su amada lo esperaba también quedó petrificada, igual que los animales del monte y las plantas que comúnmente se mecen por la brisa mientras elaboran lentamente su propio crecimiento. Todo quedó inmóvil por un instante mientras las laidetí subían hacia el cielo del atardecer. Un instante puede parecer mil años a la forma imperfecta que tienen los seres humanos de medir el tiempo. Lo cierto es que llegó la noche y las laidetí se hicieron puntos luminosos entre las demás estrellas. Parecen clavadas en el cristal del cielo, pero siguen buscando el arco iris. Y llegará una mañana, una mañana especial, en que sabremos si acertaron o no al abrazar, enamoradas, el torso esbelto del arco iris.
Mientras tanto, el muchacho hecho ahora Piedra Sola, y el caserío indígena hecho lomerío distante, esperan durmiendo con su sueño tenso el final de la historia. Sólo podrán despertar cuando el arco iris sea alcanzado.

La huella del Berá.

En realidad en la lengua guaraní o avá-ñe’é, a la araña se la llama ñandú, y al avestruz americano se le llama ñandúguasú. Pero en nuestro campo la primera parte del nombre guaraní quedó como nombre del Berá, que así llamaban los charrúas a esta gran ave de la pradera que se ha olvidado de volar o no quiere hacerlo.
Quizás no quiera hacerlo, porque cuando voló por última vez dejó en el cielo la huella de sus uñas, que algunos llaman “Cruz del Sur”, y por cierto que ese vuelo no fue uno más.
Dicen los abuelos que el último vuelo del Berá, el que dejó la huella estampada en el firmamento, fue dispuesto así por los espíritus para dejar un mensaje a los pueblos de la pradera. Porque el Berá era el emisario preferido de los espíritus buenos, y por eso los charrúas, cada vez que evocaban a estos espíritus, vestían su cuerpo y adornaban sus instrumentos con plumas de esta ave.
La huella del Berá es una profecía. Anunció hace mucho tiempo que llegaba para los pueblos de la pradera una época de grandes tribulaciones y padecimientos. Que los pueblos que vivieran en este suelo iban a ver, como el Berá, a sus hijos dispersos y lejanos. Que la redención final de esta tierra pasaba por el dolor peregrino de muchas separaciones.
Por eso, cuando la invasión portuguesa de 1811, cuando las familias orientales del campo abandonaron sus casas de barro, subieron a las carretas y siguieron a Artigas en su primer repliegue, los charrúas entendieron que ese era el pueblo elegido del Berá, el pueblo de la profecía. Y desde entonces los charrúas, los africanos prófugos y el pueblo de Artigas fueron un solo sueño, tuvieron un solo norte y encendieron fogones hermanos bajo la huella luminosa del Berá.

Las líneas azules

La muchacha charrúa tenía trece años. Avanzó hacia el fogón donde la esperaban los ancianos y sintió un frío especial que quizás no fuera frío sino un erizamiento especial de la piel. Se arropó en su manta y siguió avanzando.
Sabía para qué la esperaban. Pintarían en su frente las líneas azules indelebles que toda muchacha charrúa llevaba como señal de identidad para toda su vida.
Se detuvo para oír las palabras que en realidad sabía de memoria, las palabras cuyo sentido conocía perfectamente. Pero ahora esas palabras eran para ella, y las oía con nueva emoción.
-Te pintamos estas líneas en la frente- comenzó la anciana- porque sos mujer, y las mujeres son, somos, las que parimos los niños y los amamantamos en nuestros pechos.
Y cuando cada niño de los nuestros abre sus ojos por vez primera y mira el rostro de su mamá debe ver en su frente, que tiene el color de la tierra, el dibujo azul de los ríos nuestros. Para que el amor por la tierra y los ríos nuestros le penetre con la leche materna. Para que sepan por qué nuestros espíritus tallaron sobre esta tierra, que es nuestra madre, cerros que tienen forma de pecho de mujer con duros pezones de piedra.


El tero azul.

El muchacho charrúa tenía trece años. Avanzó hacia el fogón donde lo esperaban los ancianos y sintió una emoción especial que controló para no cambiar el ritmo de su camino.
Sabía para qué lo esperaban.
Las muchachas nacen valientes y por ello no es necesario ponerlas a prueba. Ellas han sido elegidas por los espíritus para parir y amamantar a todos los cachorros humanos. En cambio a los muchachos hay que ponerlos a prueba. No para excluirlos, sino para medir cómo crece su valor y su sabiduría, y ayudarlos a crecer. En algunas comunidades inclusive se atravesaba el labio inferior del adolescente varón con una pequeña astilla de madera ante lo cual el muchacho no debía exteriorizar su dolor. El valor es sabiduría. Tampoco debe olvidarse que los buenos sentimientos son otra parte muy importante de la sabiduría.
-Hemos elegido la prueba que te corresponde- comenzó la anciana-. Irás a buscar un tero que tiene todas las plumas azules, y no deberás comer bocado alguno hasta encontrarlo. De todos modos llevarás alimento en este morral, pues no debes dejarte morir si no podés verlo. Pero debes hacer el mayor esfuerzo que puedas. Confiamos en vos.
El muchacho salió y caminó por las zonas bajas y los esteros y encontró muchos teros hermosos que salían del pastizal volando en bandadas, gritando con fuerza… pero todos con el plumaje blanco, negro y café.
Tres días pasó bebiendo solo agua, con la esperanza esfumándose cada hora, con el dolor intenso del fracaso y la debilidad del cuerpo que le producía mareos. Finalmente se acostó a morir pero recordó las palabras de la anciana y usó sus últimas fuerzas en comer, en comer lentamente, masticado cuidadosamente, como debe hacerse en esos casos.
Poco apoco el vigor volvió a su cuerpo.
El nuevo amanecer lo vio volviendo a la aldea, al fogón de los ancianos que lo habían esperado turnándose para dormir, manteniendo la vigilia.
-No soy digno de ser charrúa. No supe ver al tero azul.
-Sí sos digno, muy digno-contestó la más anciana- porque tu corazón fue valiente y no mintió. No pensaste en engañarnos y ese es el principal valor. Ya estarás preparado para ver el tero azul.
La mañana sonreía con el graznido de los teros madrugadores.



Oyendau-san

Leyenda del Cerro Largo

Cuando llegaron los conquistadores europeos a nuestra América fueron recibidos con inocente alegría.
En nuestras tierras siempre habíamos recibido visitantes muy diferentes entre sí, y nunca supimos si todos ellos provenían de tierras más allá de los mares o algunos provenían del Cielo. Sí sabíamos que los viajeros siempre traen novedades interesantes y provechosas y la fiesta del encuentro honra la audacia de cada viajero.
Sí debíamos cuidarnos del Inka ambicioso, que quería someter a los pueblos sabios de las montañas, como si se pudiera someter a esos pueblos conocedores del Cielo y de las plantas como ningún otro, esos pueblos que saben mover rocas gigantescas, esos pueblos que son nuestros hermanos mayores y más antiguos.
Pero los viajeros de lugares muy lejanos, incluyendo a ciertos barbados, pálidos y enfermos peregrinos, nunca nos habían hecho daño. Y como los diferentes se atraen, muchos de aquellos hombres con cabellos pajizos de habían quedado aquí para siempre, enamorados de alguna muchacha de las nuestras.
Pero los conquistadores de Colón, Cortés y Pizarro venían enfermos de algo mucho peor. Y de pronto el Continente se levantó en la resistencia. Si el Inka tuvo ilusiones con los nuevos conquistadotes, para los pueblos sabios no hubo alternativa y entonces la guerra, que nunca es buena noticia para los pueblos, los vino a buscar.
Y la guerra trae cambios en la conducta de todos.
Por eso cuando aquella muchacha de Cerro Largo se enamoró de un oficial español, la palomita torcaza lloró en el monte porque sabía que ese encuentro terminaría en una desgracia.
Quizás aquel oficial español era diferente, pero la guerra es tan terrible que no da tiempo de pensar mucho, ni siquiera a las mejores personas.
El cacique que encontró a la muchacha y su enamorado descansando juntos en un refugio del monte estaba muy cansado, y con mucho dolor en el alma, para detenerse a pensar. Los mató a los dos de inmediato.
La tierra lloró y se abrió para tragar el cuerpo de la muchacha y luego se hinchó, se elevó formando una inmensa serranía alargada, con la forma de una mujer tendida.
Y en medio de las praderas infinitas nació nuestro Cerro Largo.

El pico Autana

Quizás alguien crea que el río Orinoco queda demasiado lejos de nuestras praderas. Quien eso afirme debe tener razón, pero los pueblos guajibo jiwi y jekuana que me recibieron allí me hicieron sentir como en mi casa. Y mucho más en mi casa me sentí cuando me narraron la historia del pico Autana.
Sobrevolando la selva venezolana me había llamado la atención esta elevación solitaria; una montaña que más que pico es un cono truncado con una superficie totalmente chata en la parte de arriba.
Los pueblos del Orinoco me explicaron que el pico había sido, en tiempos muy lejanos, el tronco del árbol Autana, cuya inmensa copa se extendía dando sombra a toda la selva.
En la copa de aquel árbol estaban todas las frutas pero nadie podía llegar hasta ellas; ni siquiera los pájaros, que se cansaban de volar pero no llegaban a subir hasta allí.
El Hermano Ardilla, un pequeño animalito de la selva del Orinoco, trepó al tronco hasta mucha altura y comenzó a roerlo con sus grandes dientes incisivos. Nadie sabía. Trabajó muchos años en el tronco, sin descansar, hasta que produjo una abertura profunda en la madera. El tronco crujió, se inclinó y finalmente cayó, causando un fuerte terremoto.
Las frutas saltaron de la copa caída y se fueron a vivir a diferentes arbustos, árboles y plantas que las adoptaron como hijas. Y así la gente y los animales pudieron dis-frutar con mucha variedad de alimentos.
Pero el tronco caído aplastó al Hermano Ardilla.
Por eso debemos proteger a los animalitos de la selva. No sabemos qué ayuda nos están dando o pueden darnos en el futuro.

Camila

Entre los actuales departamentos de Maldonado y Lavalleja hay unas hermosas serranías agrestes en las cuales aún hoy podemos apreciar cascadas y ojos de agua transparentes. Cuando los pueblos originarios perseguidos vieron disueltas sus últimas comunidades, muchos de sus hijos e hijas se refugiaron en estas sierras. Por eso, cien años tras no extrañaba a nadie que en la Gruta de la Calavera viviera Camila, una anciana curandera y “vencedora” descendiente de charrúas.
La Gruta de la Calavera es una semiesfera de piedra gigantesca con dos entradas en arco, iguales, que semejan las cuencas vacías de un cráneo enterrado. Por aquellos tiempos era común que los domingos por la mañana los pobladores de Aiguá y lugares cercanos fueran a la gruta a hacer consultas médicas con la vieja Camila. Pero en la noche, cuando en una de las cuencas se veía brillar y danzar el fuego que encendía Camila, nadie osaba acercarse.
Una mañana de fines de 1904 trajeron a la gruta a un lancero de Aparicio Saravia. Venía en una camilla, malherido, sufriendo en silencio, y había dicho que no quería que ninguna bruja le pusiera la mano encima. Camila lo curó en silencio y a los dos días el hombre ensilló caballo para partir, ya con sus fuerzas restablecidas; pero no dijo nada porque no sabía decir gracias.
Pasó el tiempo. Y otra mañana de domingo, los vecinos de Aiguá vieron volver a este hombre. Ahora no estaba herido pero traía una nueva palidez en el rostro y una terrible enfermedad en el cuerpo.
Cunado el jinete enfermo coronó la cuchilla, Camila abandonó la gruta y salió a recibirlo, apoyada en un bastón. Ambos se miraron sin saludarse. Entrecerrando los ojos la primera en hablar fue Camila. No hizo una pregunta sino una afirmación:
-No venís a pedir nada para vos.
-No. Yo me estoy muriendo. Vengo a pedirte por mi hijita. No tiene mamá y es lo que más quiero en el mundo. Quiero que la cuides, que seas su madrina.
Ahora Camila tenía los ojos totalmente cerrados. Preguntó:
-¿Está a dos leguas de aquí, en una cunita de ceibo? ¿La cuida la mujer del Puesto Viejo de la estancia? ¿Hay una imagen del Sagrado Corazón de Jesús junto a su cama?
-Es así.
-Ya soy su madrina. Quedate tranquilo.
Y el hombre hizo girar a su caballo sin decir palabra, porque no sabía dar las gracias.
La niña creció junto a Camila y la sustituyó en la gruta cuando la anciana murió. Pasó el tiempo y la que ayer fue niña se hizo mujer solitaria y luego anciana muy sabia. Y también le llegó el turno de morir, rodeada del cariño de todos los vecinos de los pagos vecinos.
Y desde ese día en las noches serranas la Gruta de la Calavera tiene una luz que danza en cada una de sus cuencas. Dicen que son las ánimas de Camila y su ahijada, que siguen velando por todos los vecinos de esos pagos.

El Ceibo y el churrinche

Los bandeirantes eran crueles cazadores de indios. Capturaban aldeas enteras y luego llevaban a sus habitantes encadenados o atados con cueros por senderos muy largos, hasta las plantaciones de caña de azúcar del Brasil portugués, donde eranobligados a trabajar a latigazos.
Los bandeirantes también llegaron por la Banda Oriental. La primera muchacha charrúa que cayó defendiendo a los suyos fue enterrada en la tierra amada y en ese lugar nació un ceibo de flores rojas. Todo supieron que aquellas flores eran las gotas de la sangre de la muchacha. Su novio juró no apartarse jamás de ese lugar.
En aquellos tiempos los pueblos de la pradera todavía no se habían hecho amigos del caballo. A pie firme esperaban cada ataque del invasor. Así cayó herido de muerte aquel joven resistiendo una nueva incursión de los baindeirantes. De su cuerpo inerte, tendido junto al ceibo, salió su corazón en alas de ese pájaro rojo y pardo que los charrúas llaman ch’rn’che, nosotros churrinche, y los guaraníes guyrapytä. Y el corazón pájaro se elevó fuera del alcance de los arcabuces bandeirantes, y sólo cuando esto se fueron volvió a posarse entre las ramas retorcidas del árbol ceibo, que cada verano vuelve a vestir sus flores rojas para recibirlo.
Dicen que otros ceibos tienen sus flores rojas por el beso de una muchacha, y también debe ser verdad porque a Fernán Silva Valdés se lo contó un indio viejo y medio brujo que se santiguaba y adoraba al Sol.
Pero el rojo corazón pájaro esperó en las ramas del ceibo hasta que Artigas levantó la bandera de Belgrano en el Arerunguá y lo convocó a suelo oriental y a suelo entrerriano. Entonces bajó porque reconoció que los orientales y entrerrianos eran su gente. Y su vuelo descendiente quedó inmortalizado en la roja diagonal de la bandera de todos. Y seguirá volviendo, desde el ceibo que es la fuerza y energía de su amor, cada vez que los nuevos bandeirates quieran apoderarse de este suelo.

Slamanac

Los charrúas no olvidaban a sus muertos. A veces fallecía alguien de imprevisto, a veces demasiado joven, y la comunidad sentía que aquella persona no estaba preparada para morir. Entonces su ser más querido (podía ser su mamá, su novia o novio, su mejor amigo) iba a un cerro donde había un pequeño cerco de piedra esperándolo. Allí, sin comer, sin beber, buscaba comunicarse con el alma errante del muerto querido. Si no lograba conectarse, en caso excepcionales, se producía heridas a sí mismo para sumar dolor físico a su dolor moral y romper así la barrera separadora de la muerte.
Para los muertos que aún así siguieran sumidos en su dolor los charrúas construían conos de piedras de hasta dos metros de altura, con cuarzos y otras piedras energéticas en su interior. Los pueblos originarios de la Argentina, que tenían prácticas similares, llamaron “apachetas” a estas construcciones, que Atahualpa Yupanki definió como “los humildes altares de los indios”. Nuestros charrúas los levantaban en valles solitarios que permitieran el reposo de esas almas errantes.
Contra los espíritus malos, que eran los menos numerosos, no había mejor defensa que la protección de los ancianos y las ceremonias rituales de danza, música y bebida colectiva de la yerba mate.
Pero el contacto mas necesario con el mundo de los muertos era a través de las grutas de slamanak (o salamanca), por donde se llegaba al reposo de los muertos más sabios, los que estaban en las capas más profundas de la tierra.
Parece que estos espíritus sabios hablaron cierta vez para Juan Antonio Lavalleja. Él había conducido a los Treinta y Tres, luego a todo el pueblo en la batalla de Sarandí, y había combatido hombro con hombro con patriotas de otras provincias contra el Imperio en campos de Ituzaingó. Pero los nuevos gobernantes del Estado Oriental, que no eran amigos de él ni de Artigas, y le negaron un cargo de responsabilidad.
Lavalleja pensó dedicarse a trabajar la tierra, pero en la sierra del Jarâo, cerca del Cuareim, visito la Gruta de la Salamanca donde cuentan que vive una muchacha charrúa convertida en lagartija, que tiene sobre sus ojos una piedra preciosa que devuelve la luz a los ciegos.
Lo cierto es que poco después Lavalleja y el charrúa Pl`dor organizaron un levantamiento charrúa en la sierra del Jarâo, para defender a las comunidades indias de la persecución de la que eran objeto.
En su lenguaje de frontera, los viejos peones de las “fazendas” del Sur riograndense todavía dicen que Lavalleja recuperó por un instante “a luz dos indios na slamanak da serra do Jarâo”.

Salsipuedes

Después de la masacre contra los charrúas hubo campos próximos al arroyo Salsipuedes que fueron vendidos una y otra vez porque los propietarios no soportaban los extraños sucesos que pasaban en ellos. Claro que debe ser casualidad, pero trágicos accidentes acompañaron por décadas la historia de estos lugares.
Hace apenas quince años llegamos a los campos de la estancia que en 1831 se llamaba “del Viejo Bonifacio”, en pagos sanduceros cercanos al Queguay y al Salsipuedes.
Quisimos conocer la antigua cocina del establecimiento, por cuyas pequeñas ventanas los fusiles habían hecho fuego hacia el interior, asesinando a cuatro familias charrúas con sus niños. Este terrible episodio fue parte de aquellos sucesos que desgarran todavía hoy la memoria de todos los orientales.
El capataz del establecimiento nos mostró desde afuera la antigua cocina y nos explicó que estaba tapiada y clausurada por peligro inminente de derrumbe.
Volvimos al vehículo que nos había traído y un anciano peón nos acompañó hasta a portera, preguntándonos qué habíamos hablado con el capataz. Nos sorprendió la conducta de este trabajador, porque la gente de campo es por lo general muy discreta y prudente. Cuando le contamos las explicaciones del capataz sobre por qué habían clausurado la cocina, nos replicó:
-Cada cual se queda con la explicación que quiere. Pero el viejo patrón decía que iba a cerrar con mezcla y bloques esa cocina porque, aunque estaba vacía, por la noche se oían llantos, gritos y disparos.

1 comentario:

fabian schiebert dijo...

Me gusto la idea. Continuar con esta linea de trabajo.