jueves, 31 de julio de 2008

Reflexiones desde el aula*

Si bien son muchos lo problemas que encontramos todos los días en la escuelas (más allá de la violencia escolar, tema de moda impuesto en los últimos meses por los medios de comunicación, hasta que fue reemplazado por el enfrentamiento “gobierno vs. campo”), uno de los más importantes a los que se enfrenta el docente en el aula es el desinterés de los alumnos. Este desinterés lleva a complejas situaciones donde los estudiantes terminan siendo los más perjudicados. ¿Quién es el culpable? ¿Cómo solucionar éste y otros inconvenientes que se producen a diario? En definitiva, ¿qué hacer para cambiar esta realidad? Por supuesto que las respuestas no las encontraremos en esta nota, pero sí un primer abordaje a varias problemáticas que se deberían muy pronto comenzar a debatir.

* Artículo publicado en la revista “El colectivo”

Número 20, Paraná, julio 2008

Por Juan Luis Henares

Profesor en Ciencias Sociales

juanluishenares@hotmail.com

“¡No les importa nada! ¡Viven en otro mundo! ¡Les interesa sólo el resultado del partido de Boca y la cumbia!” Estas y otras frases similares, los docentes las escuchamos (y repetimos) diariamente en las escuelas. Estar frente al aula y notar las miradas perdidas de los alumnos, que nos muestran su desinterés por lo que estamos hablando, es una situación de frustración a la que nos vemos enfrentados a diario. ¿Qué a Ud. no le ha sucedido? ¡Vamos! Seamos honestos, que a todos nos pasa. Y lamentablemente nos pasa muy seguido. ¿Cuántas veces vamos contentos, convencidos que ese día trabajaremos un problema que le será muy interesante a los alumnos[i], y recibimos como contrapartida un silencio total o, lo que es peor, un bullicio que muestra el desinterés de ellos por trabajar lo que fuera? ¿Cuántas veces chocamos con la certeza que lo trabajado les entra por un oído y les sale por el otro por no ser de interés para sus vidas?

Pero a este desinterés por los contenidos, debemos sumarle otro peor: el desinterés por la escuela. En las últimas décadas la pérdida del valor simbólico que tiene la escuela en la sociedad se traduce en jóvenes que sólo van a ella para comer una galleta o para poder recibir alguna beca que ayude en algo a sus familias para enfrentar la situación económica en que se desarrollan sus vidas[ii]. Así como años atrás existía el ideario de la escuela como medio para garantizar el bienestar y el ascenso social, hoy ésta ha perdido toda significación para una gran parte de la sociedad. ¿Cómo convencer a una persona desocupada (y que a pesar de haber estudiado debe sobrevivir hoy con un plan, bonos y bolsones) que la educación de sus hijos los acercará en un futuro a una vida mejor? ¿Cómo recomponer una cultura educativa luego de años de continua destrucción por parte del poder? Y ni hablar de la cultura del trabajo, con jóvenes en el aula que ni siquiera pueden relacionar a la escuela con un futuro trabajo, pues en sus vidas éste no significa nada, porque nunca han visto trabajar a sus padres, ni tíos ni hermanos mayores, quienes cansados de buscar un trabajo durante años (trabajo que cuando lo alcanzaron sólo les entregó unas pocas monedas a cambio de mucha explotación) se han resignado y entregado a la cultura del clientelismo que los obliga a votar siempre a los mismos por $50, un bolsón de comida y unos bonos solidarios o plan jefes de hogar, con los cuales se acostumbraron a vivir sin protestar (y sin pensar ya en un trabajo).

Incluir al autoexcluido

Estos jóvenes sin esperanza en la educación ni en el trabajo, son los jóvenes excluidos de la sociedad que la escuela (como corresponde) insiste en incluir; pero resulta que, lamentablemente, muchos de estos jóvenes no desean ser incluidos en ella. Al incluirlos contra su voluntad, la escuela generalmente se termina convirtiendo en un depósito de jóvenes, pues parece que para la sociedad es preferible que estén en ella antes que en la calle. Algunos docentes nos esforzamos para que estos estudiantes desnaturalicen su situación de pobreza y exclusión, tomando conciencia de su realidad y de la importancia que la educación puede tener en su futuro; trabajando adecuadamente y con un poco de suerte algunas veces se recibe una buena respuesta. Ahora bien, cuando no lo logramos, cuando se mantienen en su postura de desinterés total por la educación (estando sólo presentes en el aula porque los mandan sus padres) surge un nuevo inconveniente: estos pibes que no desean ser incluidos, en muchos casos no permiten trabajar a los que si desean la inclusión, a los pibes que de alguna manera confían en el ideario de la educación como herramienta necesaria para mejorar sus vidas. Se da la paradoja de que al querer incluir al que no le interesa ser incluido, se termina excluyendo al que sí le interesa serlo.

En este punto el docente se encuentra en el aula con alumnos que reconocen la importancia de la educación (y quieren aprender), con alumnos a los que sólo les interesa pasar de año (sin preocuparse por aprender algo) y con alumnos que sólo están porque los padres los mandan (y que ni siquiera se plantean pasar de año; de aprender, ni hablar). Los primeros participan en la clase, debaten, opinan; los segundos, se mantienen callados y con suerte copian algo en la carpeta; los terceros, ausentes totales, y en muchos casos ni siquiera llevan birome ni papel. ¿Cómo poder trabajar cuando los pibes de este último grupo sólo piensan en irse antes de la escuela, en poder salir al patio, en (para no aburrirse) pelear con el que se sienta atrás o en tirarle y acertar con un chicle en el pelo a la rubia que está tres metros adelante? ¿Cómo mantener la atención de los estudiantes cuando en la mayoría de los casos los que no se interesan por ser incluidos se esfuerzan por lograr que nadie pueda trabajar en el curso? ¿Qué hacer para que estos últimos no se terminen autoexcluyendo? Los docentes suelen ser maltratados en forma verbal (y en muchos casos físicamente) por los alumnos, lo que imposibilita el normal desenvolvimiento de la clase, que en lugar de ser un ámbito de construcción colectiva del conocimiento, termina convirtiéndose en un ámbito donde la sanción aparece como la (lamentable) única alternativa que permite a los docentes desarrollar el trabajo. Una sanción que el docente nunca quiere aplicar, tratando de agotar todas las alternativas antes de llegar a ella.

Para agravar la situación, suele suceder que en algunas escuelas, para que no baje la matrícula, se apaña constantemente a estos estudiantes, recayendo en los docentes toda la culpa de las situaciones que acontecen en las aulas, llegando al caso de prohibirles colocar aplazos en la libreta porque “los chicos se van a ir de la escuela”, además de los conocidos pedidos de “apruébelo profe, es un buen chico, pero tiene muchos problemas en la casa”. Si el docente accede al pedido, dará un paso más en la construcción de sujetos pasivos adaptados al clientelismo que impera en la sociedad (y que tanto les interesa mantener desde el poder); si no lo acepta, es un “docente insensible, que no comprende la situación de los chicos”. No interesa que muchos estudiantes deseosos de aprovechar la clase, para construir colectivamente un conocimiento distinto, no puedan hacerlo como consecuencia de compartir el aula con los que no se interesan en nada (aunque pueda sonar muy poco inclusiva esta frase[iii]). El resultado es que estos pibes interesados en ser incluidos, se sienten defraudados y a fin de año buscan otra escuela donde encontrar un ambiente más propicio para aprender, algo que termina atentando igualmente contra la baja de la matrícula que se quiso evitar. Los que no buscaban ser incluidos, suelen llegar a fin de año comprobando lo fácil que resulta aceptar las reglas de juego de la escuela (vos venís, nos ayudás –pues tenemos un alumno más- y a fin de año pasas de curso), algo que los lleva a aceptar las reglas de la sociedad (sos pobre pero el gobierno, si lo votás, te ayuda) y, por consiguiente, a no intentar nunca cambiarlas. Los docentes, además de todos estos problemas (a los que hay que sumarle los eternos bajos sueldos), y de la frustración de no poder trabajar en el aula como sería deseado, terminan visitando al psicólogo o con licencia por un agudo cuadro de estrés.

¿Cómo cambiar?

¿Son culpables de esta situación los estudiantes? ¿O lo son sus padres? ¿Seremos los culpables los docentes? ¿O los directivos de las escuelas? Creo que para buscar las culpas se debe ir más allá de los actores que diariamente transitan por las distintas escuelas del país. Porque los verdaderos culpables no están en ellas, sino que son los que en las últimas décadas se esforzaron (exitosamente) por construir un país donde unos pocos disfrutan de los privilegios que le da el formar parte de las clases dominantes, mientras millones sufrimos la pobreza y exclusión que nos otorga nuestra condición de sujetos pertenecientes a las clases subalternas. Los culpables son los que dentro de su plan de dominación incluyeron la destrucción de todo lo público. Los culpables son los que estuvieron (y están) en (y con) el poder, desde donde implantaron los planes de destrucción de la educación pública; los culpables son sus representantes, los que estuvieron (y están) en los gobiernos, desde donde llevaron (y llevan) adelante esos planes[iv].

Nosotros, los que estamos del otro lado, los que queremos cambiar esta situación, debemos debatir y repensar una y mil veces (en las escuelas, pero también en la sociedad) estas situaciones para buscar colectivamente las alternativas que nos permitan encontrar el camino adecuado para construir una escuela distinta dentro de una sociedad para todos. Construir una escuela que recupere en el ideario del pueblo la importancia que tenía no hace tanto tiempo atrás, cuando la educación era garantía (tanto individual como colectivamente) de un futuro mejor. Una escuela, que forme los constructores de ese futuro.




[i] Una de las preguntas que se nos presenta a los docentes diariamente es ¿qué trabajar en el aula que les resulte interesante a los alumnos pero que a la vez les sea útil en sus vidas? En los contextos de exclusión donde mayormente se desenvuelven los estudiantes, la violencia policial es moneda corriente; trabajar esta problemática (según mi experiencia) logrará atraer la atención a la vez que les será de suma utilidad en sus vidas. Igualmente trabajo infantil, explotación sexual, hambre, pobreza, desocupación, explotación laboral, drogadicción, embarazos en adolescentes, educación sexual, y muchos otros problemas se presentan como alternativas a trabajar, más allá de las particularidades de cada grupo.

[ii] También la escuela, al darle a los alumnos el vaso de yogur y la galleta, se convierte para muchos pibes en un lugar donde comer algo, pasando a ser comedor escolar y perdiendo su lugar de constructora de conocimiento.

[iii] Es muy probable que varias de las frases escritas en esta nota puedan sonar muy duras. Varios se preguntarán “¿pero entonces que hacemos con los que no quieren ser incluidos?” Lo mismo me pregunto yo, y esta nota intenta ser un aporte a un debate que debemos darnos los que queremos una educación para todos en un sociedad distinta.

[iv] Es indudable que a los gobiernos no les interesa la educación del pueblo, pues un pueblo educado piensa; y si piensa, ¡no los vota!

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