La historia de América Latina es una historia de conflictos agrarios, en defensa de los territorios ancestrales de los pueblos. Pero hoy, los acaparamientos de tierras traen tras de sí un aura de “neutralidad”. Son debidos, nos explican en los folletos gubernamentales, a la inseguridad alimentaria, a la crisis mundial de alimentos “que nos obliga a cultivar, donde podamos, nuestros propios alimentos y aunque disloquemos la producción, traeremos los alimentos al país para beneficio de nuestra ciudadanía”.
Las comunidades de todo el mundo —pero también de América Latina— están sufriendo una renovada invasión de sus tierras, que asume ahora un nuevo rostro. No son los terratenientes de antes, herederos de los invasores europeos que abrieron encomiendas, juntaron esclavos y explotaron los dominios coloniales. No son los grandes finqueros de los últimos dos siglos, que expandieron sus dominios a costa de los territorios de los pueblos indios para emprender negocios de exportación con monocultivos básicos como la caña de azúcar, el café, el cacao, el banano, el henequén, el chicle o la madera, y que dependían de los peones acasillados, en el sistema de “servidumbre por deuda” —literalmente presos de sus patrones. No son ya ésos que impusieron y expandieron por vez primera el sistema industrial agrícola, ni quienes saquearon los saberes ancestrales de la gente para irse adaptando a sus nuevos entornos y a desconocidas condiciones climáticas.
Esos personajes, ligados a terrenos y haciendas, estaban ahí, devenían en jefes políticos de la localidad o la región, guerreaban entre ellos con muchos muertos para consolidar sus feudos, se hicieron de enemigos y forjaron alianzas, algunas muy nefastas, para controlar tierras, agua, mano de obra, comercio, elecciones, políticas públicas y derechos de paso y hasta el derecho a la vida. Pero estaban ahí. Vivían ahí o iban con frecuencia a sus propiedades, y como tal estaban sujetos a la resistencia real de los pueblos a los que invadieron, despojaron y explotaron. Las comunidades que luchaban por sus tierras podían hacer algo directamente, sabían contra quién combatían, dónde hacerlo y cuándo.
Análisis:
La sospechosa resistencia de terratenientes a cuidar el ambiente
Todopoderosos armados de soja y rollizos
Ricos propietarios de estancias inmensas en las orillas del río Uruguay, como los Sáenz Valiente y los Pereda, juntaron voluntades contra un proyecto ambiental, en apariencia inofensivo, y la lucha resultó tan grosera que generó sospechas sobre los verdaderos intereses puestos en juego. La arremetida de los terratenientes sojeros y forestadores, que ya en una oportunidad restó al parque nacional El Palmar la mitad de su superficie (donde terminaron reemplazando palmeras por eucaliptos), distorsionó la disputa sincera de pymes del campo y el comercio, que dudaban de las ventajas de crear un sitio Ramsar en la cuenca del arroyo Palmar y su afluente Barú, cuna del gobernador Sergio Urribarri. Lo que parecía un cambio de opiniones de rutina desnudó un error generalizado sobre el concepto de propiedad privada, y alcanzó una tensión inusitada con encuentros a los gritos, cartas documento remitidas desde poderosos estudios de abogados, y una amenaza de muerte.
Tirso Fiorotto
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