Introducción
La educación es siempre un espacio social altamente ideologizado y politizado. Tras lo que frecuentemente se constituye en sus disfraces científico-técnicos y su parafernalia conceptual, en las sociedades en manos de opresores, ella se ha orientado, en lo esencial, a hacer apología de ese orden social, con lo que ha contribuido a preservarlo; eso pese a sus, como regla, formales declaraciones a favor del progreso, la justicia y la equidad social. Tanto ella como sus diversas instituciones son, así, terreno de la lucha de clases, por más que ello trate de ocultarse. Pero, más allá de la lucha de clases, vivimos momentos llenos de magnos peligros para la existencia humana y la de todo el planeta, derivados de la infinita sed de poder del capital sobre los recursos naturales, la riqueza social, la fuerza de trabajo y el hombre en general. En este sentido, si la educación quiere hacer algo por contribuir a eliminar o, al menos, reducir esos peligros, debe alejarse por completo de los procesos que, inducidos por el capital globalizado, la empujan con mucha fuerza a su servicio.
De ahí que resulte lamentable que cada cambio en sus instituciones, por más que lleve el sello indeleble de los grandes capitales, se presente como una demanda de “nuestro tiempo”, de la “comunidad internacional” y de otras muchas cosas que se expresan, como las mencionadas, por medio de eufemismos. No asombra que, cada año, aparezcan más y más conceptos, instrumentos metodológicos, talleres y procesos que se presentan como grandes novedades o como herramientas eficaces para el “cambio”: el que las transnacionales pretenden imponer, utilizando recursos engañosos, como el Proceso o Plan Bolonia. De ahí que el utillaje conceptual de las universidades, lejos de ser el resultado de su propio quehacer y de su acumulación de experiencia, se importa, en grado creciente, de las grandes empresas industriales, financieras y comerciales que pretenden ser las dueñas absolutas del mundo en que vivimos.
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